Cuando los jueves
decidieron convertirse en martes, a las hojas caídas de los chopos del paseo
les cogió una buena tiritona y los tontos de mi pueblo estuvieron andando así,
como de ánimas, colocando y descolocando las sillas de Agustín. Fue un
chirriar continuo y un temblor imperceptible se adueñó de todos nosotros. Taponamos
los oídos y olvidamos las voces. Las mujeres parían en silencio niños mudos.
Tres veranos duró la desaparecida hasta que una tormenta de agosto conminó los
hados del fin del mundo y un trueno ensordecedor consiguió atravesar adobes,
ladrillos y ceras. El miedo nos sacó a la calle, los tontos jugaban con las
cartas mojadas y Eli tocaba su corneta invisible. A veces tres años son un día
de lluvia y barro.