martes, 3 de noviembre de 2015

La herradura de terciopelo

  (Accésit en el XIV Certamen Internacional de Relatos Cortos "Filando cuentos de mujer")




LA HERRADURA DE TERCIOPELO 


            La entrada al pueblo era un espeso túnel entre pinos viejos con troncos encalados, un paréntesis, el borde recortado de una invitación a no creer lo que sugerían los rostros de los otros viajeros. Rostros secos como cueros al sol, arrugados, duros de hueso.  Bajó del autobús,  con su vestido tres cuartos azul cielo, tres varones sanos y una maleta de cartón prensado. El vestido, confeccionado a medida, aunque un poco arrugado y levemente oscurecido por las axilas, le sentaba como un guante. Los ribeteados, la herradura de terciopelo negro en la parte inferior izquierda. Los zapatos de ante. El tiempo la plantó en el centro de una plaza tan polvorienta como las cuatro calles que de ella huían. La luz del amanecer formaba una neblina imprecisa que borraba las voluntades y  humedecía la cal de las paredes. Viejos como lagartos viejos escrutaban tras el glaucoma a los pasajeros, impermeables a la curiosidad y, más aún, a la compasión. Éste no era el lugar o no era ella quien debía llegar. El destino encaja piezas en tiempo de guerra pero luego llueve  y se acartonan y ya nada es como debiera.
            La Juana había quedado encargada de recibirlos y enseguida se hizo cargo de la situación. Llegaban los parientes buscando en el pueblo las migajas que la ciudad les negaba. “¡Vaya par de mellizos traes, primo!” Y empezaron los saludos, las presentaciones, los besos, el oxígeno. Una gota de sudor recorría la espalda de la recién llegada rubricando con sal la despedida a un tiempo que nunca volvería a por ella en calesita negra.
            “Ésta es la puerta, al lado de la mía”. Se refería la Juana a una puerta estrecha, claramente disonante con el resto de la fachada y que únicamente abría camino a una escalera que desembocaba en unas cámaras viejas acomodadas para la nueva situación con más buena fe que acierto Los dos niños corrieron a la calle a estrenar primos, alguien con ganas de desaparecer, de que todo desapareciera, susurró en su oído una especie de obligación familiar. Sólo y sola tendría que empujar y la puerta se abriría. La Juana lo hizo por ella entre breves explicaciones prácticas: el colchón era de borra, habría que sacudirlo bien; los dos catrecillos del fondo se podían separar del resto poniendo una cortina.... En el centro de la estancia se veía una mesa hecha de tablas y cuatro sillas que en algún momento debieron formar parte de un comedor completo pero sin duda, distinto para cada una de ellas. A la izquierda quedaba el hogar y algunos cacharros de cocina.  La Juana no era una mujer muy leída, o nada, su firma era una equis temblorosa. Pero reconocía y conocía el miedo. Y el miedo había venido en ese autobús y se había apeado en la misma plaza. El miedo es un mal espíritu y hay que expulsarlo espolvoreando sal y agua bendita. O aburriéndolo. La Juana tampoco era muy habladora, pero se encomendó a la Candelaria, se santiguó y abrió la boca. Y así estuvo calentando agua, haciendo camas, rellenando minutos insondables con exclamaciones, recuerdos y recomendaciones. No pensar.
            No pensar. Dejarse llevar por ese rumor oscilante que sólo podía seguir con la mirada, porque las piernas le temblaban. Y le seguirían temblando. Hasta que dejaron de hacerlo. Porque había que ir por agua a la fuente y las cuestas no se suben con  zapatitos de ante. La Glorieta de su ciudad, los paseos con las amigas firmemente cogidas del brazo, los sobrinos corriendo entre los sacos de harina del horno familiar,   eran estampas que se perdieron en las calles entre el negro aleteo de las mujeres, hembras domésticas con una terca determinación por sobrevivir a su propio olvido.
Perdido en la pared descascarillada, sólo un espejo colgado de una alcayata por un cordón amarillo la rescataba cada noche de la realidad. Mientras la Benemérita garbillaba los caminos buscando los coches del estraperlo, ella preparaba las tenacillas en las ascuas, las liaba en un trapo y se marcaba las ondas. Una a una y así hasta ocho, repartidas a ambos lados de una raya ancha que nacía en mitad de la frente. Luego el carmín. La Bella Aurora. Y su cara era la luna llena de agosto. Perfecta para él que vendría cansado, los ojos secos de conducir sin luces burlando el doble capote verde de la Guardia Civil, y que, aún así, se parecía tanto al soldado abrasado de amor y deseo que la hizo olvidar padres, amigas y curas; olvidar que pisaba la tierra; olvidar una guerra. Pero la realidad era de plomo y se les cayó encima,  una realidad sin uniforme, preñada y hambrienta. Las lágrimas le emborronaban su propia imagen e, inexorablemente, como cada noche, se lavaba la cara y ahogaba en la palangana la voz que la empujaba a olvidarlo todo, de nuevo, entre sus brazos 


            A veces, cuando dejaba el camión al amanecer, conseguía sisar alguna cosa olvidada en la guantera, para ella. Porque la adoraba. Porque el jornal de la herrería del Chache era miseria. Y la miseria  les había mordido en los tobillos y no se les soltaba. La noche de julio que consiguió extraviar un bote de leche condensada sentía el alma liviana mientras subía las escaleras, quizás todo mejoraría, quizás pronto podría volver a llevarla al cine Coy. La encontró bañada en sudor, intentando remendar a la luz del candil la camisa del hijo mayor con un trozo de su viso de lino, levantó la vista hacia él y más parecía que se remendara el corazón. Entonces lo supo, no habría cines y dejó sobre la mesa su ofrenda farfullando un incongruente resumen de la jornada, reprimiendo el deseo de cogerla en brazos y llevarla a la cama y quitarle a besos esas nuevas arrugas que sitiaban sus ojos de almendra. Los golpes en la puerta hicieron de válvula de descarga: “Soy yo”. La voz de la Juana, que una vez más se encomendó a la Candelaria, les confirmaba la majadería del tiempo que les había tocado en el sorteo de destinos. Que decía el cura, que alguien había dicho, que lo suyo. Y con dos hijos. Eso no estaba bien. Que bien sabía Dios que a ella le daba igual, pero. En fin, que se tenían que casar. Se miraron estupefactos. Cuando conseguir acabar un día era un triunfo, cuando los silencios se adueñaban de los encuentros y las palabras no dichas andaban confundiéndolo todo, se tenían que casar. Por sus hijos. Por Dios y por España.
            Aprovechó que estaba sola como todas las mañanas y sacó de debajo de la cama la maleta. La colocó encima de la retalera que hacía las veces de colcha, la abrió. Cogió una de las cuatro sillas y la puso enfrente de la maleta. Pasaron horas y entre las horas pasó él y frente a él y tras la puerta entornada, una mujer en sepia, sentada erguida en una silla negra frente a una maleta abierta con los puños apretados sobre los muslos conminaba sus fantasmas. En la calle un niño de cinco años sacudía la rodilla sucia raspada del hermano. Hacía viento. El dolor y la culpa son mala hierba y él no lograba arrancarse del estómago las raíces. La amaba demasiado para soportar que se fuera. Demasiado para soportar que se quedara.
            El diecisiete de abril de mil novecientos cuarenta y tres se celebró el santo sacramento del matrimonio entre dos queridos cristianos, vecinos de este pueblo. La Juana, que tanto los quería, lloró mucho. Lloró el llanto de cada uno de los presentes. Lloró los recuerdos y lloró las certezas. En un retrato amarillento y cuarteado, una novia lleva un vestido de tres piezas, con una bonita herradura de terciopelo negro en el lado izquierdo. Los labios remarcados y cuatro ondas impecables a ambos lados de su cara de luna redonda. Cogidos de cada mano sendos niños y tras ellos, un hombre alargado y serio que guiña los ojos ante el fogonazo. La fotografía, desgastada de tanto ser mirada,  estaba en la cartera del enfermo José Poveda, entre las pocas pertenencias que tenía en el hospital donde murió tras la primera sesión de cobaltoterapia, pocos años después de la accidentada muerte de su esposa.
El polvo y el olvido ya se habían tragado casi por completo al pueblo viejo. En una de las paredes que aún exhibían su desnuda verticalidad entre colañas derrotadas, colgaba un espejo aferrado a una alcayata por un desgastado cordón amarillo, tras él asomaba una vieja etiqueta de leche condensada manchada de besos de carmín.


domingo, 27 de septiembre de 2015

Matemáticos


Las raíces de mis pensamientos
son cuadradas.
Por eso no tengo pensamientos negativos.


sábado, 26 de septiembre de 2015

Adrián y el amor


A Adrián el amor le sobreviene como un herpes, debajo de la axila derecha y con ramificaciones hacia el pulmón. La primera vez el picor  comenzó cuando Juan le presentó a su primo en el Saltamontes y fue un prurito vertiginoso al agarrar juntos la barra protectora del vagón. La infección irreversible sería años más tarde y, aunque ocurriera en el aseo de caballeros de la biblioteca municipal,  Adrián  percibió entre el vértigo un lejano aroma  a algodón de azúcar.






Ganador I Concurso Internacional de Microcuentos "Cosas Pequeñas" de Mundo Editorial



Alfonso


Alfonso no quería funerales ni una agonía de seguridad social; tras una vida generalmente honesta y sin deudas a sus espaldas decidió, simplemente, desaparecer. Por eso pasaba cada vez más tiempo bajo la higuera que había junto al pilón del prado donde solía sestear, para que en la aldea se acostumbraran a suponerlo siempre allí y no lo echaran en falta. Después comenzó a beber veintidós litros y medio de agua al día  que, según tenía leído, era la cantidad justa para que la sangre (y por consiguiente las carnes) se hiciera trasparente. Cuando las raíces de la higuera se le enredaron y atravesaron los pies Alfonso apenas pudo esgrimir una sonrisa de orgullo al sentir cumplida la tercera y última parte de su plan. El resto es savia bruta.



martes, 23 de junio de 2015

retomando un viejo principio



Cuando los jueves decidieron convertirse en martes, a las hojas caídas de los chopos del paseo les cogió una buena tiritona y los tontos de mi pueblo estuvieron andando así, como de ánimas, colocando y descolocando las sillas de Agustín.  Fue un chirriar continuo y un temblor imperceptible se adueñó de todos nosotros. Taponamos los oídos y olvidamos las voces. Las mujeres parían en silencio niños mudos. Tres veranos duró la desaparecida hasta que una tormenta de agosto conminó los hados del fin del mundo y un trueno ensordecedor consiguió atravesar adobes, ladrillos y ceras. El miedo nos sacó a la calle, los tontos jugaban con las cartas mojadas y Eli tocaba su corneta invisible. A veces tres años son un día de lluvia y barro.



martes, 24 de marzo de 2015

Tras los años


El tiempo crece marchito
pese al repiqueteo de las primaveras
contra los cristales.
Lejos ya tu cuerpo del columpio vacío,
le salió tristeza a la huerta y al membrillo.
Nuestros días son las tareas
y el oficio de estar vivos.        


(poema de EL DOLOR DE LA IGUANA, elegía 3.0)


                     

lunes, 9 de marzo de 2015

La circunferencia


Teresita Guillén
tiene
un papá poeta,
un piano de seis notas
y unos versos de Federico.

En la tarde vallisoletana
Mademoiselle Teresita
toca su teclado en francés.
Para, niña, tus manos.
Para y escucha ese llanto.
Desvalidos y ancianos
lloran y lloran dos lagartos.
Han perdido su anillo, Teresita, 
Que era su anillito de bodas,
ay, que era su anillito plomado.


Perdido en un fractal


A la tarde
el colegio era una digestión lenta.
Languidecía el sol por la ventana
mientras el calor del serrín quemado
nos coloreaba los mofletes
y se acomodaba sobre los párpados.
Siempre quedaba en el cuaderno
alguna multiplicación espesa.
Doce mil cuatrocientos siete
por quinientos veinteitrés.
Inevitablemente, las dos
del siete por tres veintiuno
me las llevaba lejos, lejos,
y, a falta de musarañas, 
me quedaba colgado en una ilustración 
de láminas escolares santillana
donde un niño dibujaba en la pizarra
a un niño dibujando en la pizarra
otro niño que dibujaba en la pizarra
a lo que ya no se distinguía
pero yo sabía que con certeza 
(y un microscopio) sería
otro niño que...
Mi camino hacia el infinito
era truncado por el silbido y posterior restallar 
de la regla de don Matías
cayendo contra la mesa.
Regrese Jiménez, regrese.




martes, 24 de febrero de 2015

dedicado a mis compañeras de infancia

Contra la reja de nudo del balcón
de la casa frente al colegio
chirría el fósforo del cartel plastificado.
Se vende.
El ocre desconchado de la pared
se difumina
derrotado.
Se vende.
Como un latigazo en la memoria
una falla angosta
cruza la doble puerta de madera
-otrora bullicioso hervidero de niñas de uniforme-
y, junto a la impertérrita ausencia del viejo Marcos,
un agujero negro
se traga los chicles cheiw,
los chicles niña,
los polos de palo
y los fresones de gominola.
Cuando una peseta
era el precio de la felicidad
no había bazares chinos
ni letreros amarillos insultando la fachada.
Ni dolor en la retrospectiva.
Todo, entonces,
era presente.



martes, 10 de febrero de 2015

del poemario El día más feliz de tu vida

Entre la feria y el frío
a los siete años 
Octubre se desliza sutil
como un silencio afortunado.



domingo, 1 de febrero de 2015

Sáfrade la tejedora

Sáfrade,  sirena mimada del Egeo,
anda perdida como entre nostalgias de visillos
y ya no teje cestas de alga verde
a las amazonas de Éfeso
ni trenza anémonas rojas
para amortajar a los naúfragos de amor.
Alguna lágrima de su tristería deja hilos de plata salada
y entonces cose cenefas de encaje para las olas de Viernes Santo.
Desde su trono de magma frío mira hacia lo alto
(un suspiro se le escapa
a lomos de un hipocampo).

Ay, déjate la pena Sáfrade
que en la tierra hay un gallo
de cinco plumas
cada pluma de oro y plata, la crestita de rubíes
pero en el espolón una navaja, tan fina y afilada
que corta el recuerdo a quien la mirara.

Yo no temo al gallo, teje Sáfrade
su red de hilo de llanto.

Ay, Sáfrade
que en la tierra hay un toro negro
con siete cuernos,
los  cuernos son  de un fuego que quema el alma;
el rabo es de espuelas, espuelas de plata
que dibujan la muerte por donde pasan.

Yo no temo al toro , hila Sáfrade
en su huso de coral el hilo salado.

Ay, Sáfrade princesa de espuma y nada,
que en la tierra hay una guerra y un niño llorando
(la madre roba cebolla para amamantarlo).

Yo no le temo a la guerra,  teje Sáfrade
y una  aguja de lágrima le pincha la mano.

Sáfrade deja el huso, la red
y el llanto.
Yo sólo quiero, padre,
un almendro blanco.
Quiero una abeja libando en la flor,
la flor de papel,
de papel  sus cinco pétalos
y el tronco fuerte, oscuro y sabio.
Quiero ver nacer  la belleza
y huir  el tiempo humillado.
Y  yo a la sombra del almendro, padre,
del  almendro blanco.

Ay, Sáfrade, niña de los ojos glaucos,
teje tu sueño imposible en hilo de olvido pálido
que  el Mar que todo lo puede no puede tanto.




domingo, 18 de enero de 2015

Vías del tren, paralelas


Por el raíl derecho
siempre hacia delante
camina erguida y decidida.
El hatillo es breve 
y la juventud furiosa.
Eligió huir del hormiguero
y recorrer mundo
de estación en estación.
Sentir otros vientos
comer otro trigo.

Por el lado izquierdo
siempre unos pasos detrás 
camina
prisionero de su propio miedo.
Porque no se atreve a hablarle
dibuja acuarelas depuestas de sol.
Y sueña con el horizonte
donde sus caminos se junten.
Y se den la mano.
Y hablen de amor o de nada.

Ay, coplita de amor imposible
que yo no te cantara.
Ay, vías del tren, paralelas,
siempre juntas, siempre separadas.