Sáfrade, sirena mimada del Egeo,
anda perdida
como entre nostalgias de visillos
y ya no teje cestas de alga verde
a las
amazonas de Éfeso
ni trenza
anémonas rojas
para
amortajar a los naúfragos de amor.
Alguna
lágrima de su tristería deja hilos de plata salada
y entonces cose cenefas de encaje para las olas de Viernes Santo.
Desde su
trono de magma frío mira hacia lo alto
(un suspiro
se le escapa
a lomos de
un hipocampo).
Ay, déjate
la pena Sáfrade
que en la
tierra hay un gallo
de cinco
plumas
cada pluma
de oro y plata, la crestita de rubíes
pero en el
espolón una navaja, tan fina y afilada
que corta el
recuerdo a quien la mirara.
Yo no temo
al gallo, teje Sáfrade
su red de
hilo de llanto.
Ay, Sáfrade
que en la
tierra hay un toro negro
con siete
cuernos,
los cuernos son de un fuego que quema el alma;
el rabo es
de espuelas, espuelas de plata
que dibujan
la muerte por donde pasan.
Yo no temo
al toro , hila Sáfrade
en su huso
de coral el hilo salado.
Ay, Sáfrade
princesa de espuma y nada,
que en la
tierra hay una guerra y un niño llorando
(la madre
roba cebolla para amamantarlo).
Yo no le
temo a la guerra, teje Sáfrade
y una aguja de lágrima le pincha la mano.
Sáfrade deja
el huso, la red
y el llanto.
Yo sólo
quiero, padre,
un almendro
blanco.
Quiero una
abeja libando en la flor,
la flor de
papel,
de
papel sus cinco pétalos
y el tronco
fuerte, oscuro y sabio.
Quiero ver nacer
la belleza
y huir el tiempo humillado.
Y yo a la sombra del almendro, padre,
del almendro blanco.
Ay, Sáfrade,
niña de los ojos glaucos,
teje tu
sueño imposible en hilo de olvido pálido
que el Mar que todo lo puede no puede tanto.
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