LA HERRADURA
DE TERCIOPELO
La entrada al pueblo era un espeso
túnel entre pinos viejos con troncos encalados, un paréntesis, el borde
recortado de una invitación a no creer lo que sugerían los rostros de los otros
viajeros. Rostros secos como cueros al sol, arrugados, duros de hueso. Bajó del autobús, con su vestido tres cuartos azul cielo, tres
varones sanos y una maleta de cartón prensado. El vestido, confeccionado a medida,
aunque un poco arrugado y levemente oscurecido por las axilas, le sentaba como
un guante. Los ribeteados, la herradura de terciopelo negro en la parte
inferior izquierda. Los zapatos de ante. El tiempo la plantó en el centro de
una plaza tan polvorienta como las cuatro calles que de ella huían. La luz del
amanecer formaba una neblina imprecisa que borraba las voluntades y humedecía la cal de las paredes. Viejos como
lagartos viejos escrutaban tras el glaucoma a los pasajeros, impermeables a la
curiosidad y, más aún, a la compasión. Éste no era el lugar o no era ella quien
debía llegar. El destino encaja piezas en tiempo de guerra pero luego
llueve y se acartonan y ya nada es como
debiera.
La Juana había quedado encargada de
recibirlos y enseguida se hizo cargo de la situación. Llegaban los parientes
buscando en el pueblo las migajas que la ciudad les negaba. “¡Vaya par de
mellizos traes, primo!” Y empezaron los saludos, las presentaciones, los besos,
el oxígeno. Una gota de sudor recorría la espalda de la recién llegada
rubricando con sal la despedida a un tiempo que nunca volvería a por ella en
calesita negra.
“Ésta es la puerta, al lado de la
mía”. Se refería la Juana a una puerta estrecha, claramente disonante con el
resto de la fachada y que únicamente abría camino a una escalera que
desembocaba en unas cámaras viejas acomodadas para la nueva situación con más
buena fe que acierto Los dos niños corrieron a la calle a estrenar primos,
alguien con ganas de desaparecer, de que todo desapareciera, susurró en su oído
una especie de obligación familiar. Sólo y sola tendría que empujar y la puerta
se abriría. La Juana lo hizo por ella entre breves explicaciones prácticas: el
colchón era de borra, habría que sacudirlo bien; los dos catrecillos del fondo
se podían separar del resto poniendo una cortina.... En el centro de la estancia
se veía una mesa hecha de tablas y cuatro sillas que en algún momento debieron
formar parte de un comedor completo pero sin duda, distinto para cada una de
ellas. A la izquierda quedaba el hogar y algunos cacharros de cocina. La Juana no era una mujer muy leída, o nada,
su firma era una equis temblorosa. Pero reconocía y conocía el miedo. Y el
miedo había venido en ese autobús y se había apeado en la misma plaza. El miedo
es un mal espíritu y hay que expulsarlo espolvoreando sal y agua bendita. O
aburriéndolo. La Juana tampoco era muy habladora, pero se encomendó a la
Candelaria, se santiguó y abrió la boca. Y así estuvo calentando agua, haciendo
camas, rellenando minutos insondables con exclamaciones, recuerdos y
recomendaciones. No pensar.
No pensar. Dejarse llevar por ese
rumor oscilante que sólo podía seguir con la mirada, porque las piernas le
temblaban. Y le seguirían temblando. Hasta que dejaron de hacerlo. Porque había
que ir por agua a la fuente y las cuestas no se suben con zapatitos de ante. La Glorieta de su ciudad,
los paseos con las amigas firmemente cogidas del brazo, los sobrinos corriendo
entre los sacos de harina del horno familiar,
eran estampas que se perdieron en las calles entre el negro aleteo de
las mujeres, hembras domésticas con una terca determinación por sobrevivir a su
propio olvido.
Perdido
en la pared descascarillada, sólo un espejo colgado de una alcayata por un
cordón amarillo la rescataba cada noche de la realidad. Mientras la Benemérita
garbillaba los caminos buscando los coches del estraperlo, ella preparaba las
tenacillas en las ascuas, las liaba en un trapo y se marcaba las ondas. Una a
una y así hasta ocho, repartidas a ambos lados de una raya ancha que nacía en
mitad de la frente. Luego el carmín. La Bella Aurora. Y su cara era la luna
llena de agosto. Perfecta para él que vendría cansado, los ojos secos de
conducir sin luces burlando el doble capote verde de la Guardia Civil, y que,
aún así, se parecía tanto al soldado abrasado de amor y deseo que la hizo
olvidar padres, amigas y curas; olvidar que pisaba la tierra; olvidar una
guerra. Pero la realidad era de plomo y se les cayó encima, una realidad sin uniforme, preñada y
hambrienta. Las lágrimas le emborronaban su propia imagen e, inexorablemente,
como cada noche, se lavaba la cara y ahogaba en la palangana la voz que la
empujaba a olvidarlo todo, de nuevo, entre sus brazos
A veces, cuando dejaba el camión al
amanecer, conseguía sisar alguna cosa olvidada en la guantera, para ella.
Porque la adoraba. Porque el jornal de la herrería del Chache era miseria. Y la
miseria les había mordido en los
tobillos y no se les soltaba. La noche de julio que consiguió extraviar un bote
de leche condensada sentía el alma liviana mientras subía las escaleras, quizás
todo mejoraría, quizás pronto podría volver a llevarla al cine Coy. La encontró
bañada en sudor, intentando remendar a la luz del candil la camisa del hijo
mayor con un trozo de su viso de lino, levantó la vista hacia él y más parecía
que se remendara el corazón. Entonces lo supo, no habría cines y dejó sobre la
mesa su ofrenda farfullando un incongruente resumen de la jornada, reprimiendo
el deseo de cogerla en brazos y llevarla a la cama y quitarle a besos esas
nuevas arrugas que sitiaban sus ojos de almendra. Los golpes en la puerta
hicieron de válvula de descarga: “Soy yo”. La voz de la Juana, que una vez más
se encomendó a la Candelaria, les confirmaba la majadería del tiempo que les
había tocado en el sorteo de destinos. Que decía el cura, que alguien había dicho,
que lo suyo. Y con dos hijos. Eso no estaba bien. Que bien sabía Dios que a
ella le daba igual, pero. En fin, que se tenían que casar. Se miraron
estupefactos. Cuando conseguir acabar un día era un triunfo, cuando los
silencios se adueñaban de los encuentros y las palabras no dichas andaban
confundiéndolo todo, se tenían que casar. Por sus hijos. Por Dios y por España.
Aprovechó que estaba sola como todas
las mañanas y sacó de debajo de la cama la maleta. La colocó encima de la
retalera que hacía las veces de colcha, la abrió. Cogió una de las cuatro
sillas y la puso enfrente de la maleta. Pasaron horas y entre las horas pasó él
y frente a él y tras la puerta entornada, una mujer en sepia, sentada erguida
en una silla negra frente a una maleta abierta con los puños apretados sobre
los muslos conminaba sus fantasmas. En la calle un niño de cinco años sacudía
la rodilla sucia raspada del hermano. Hacía viento. El dolor y la culpa son
mala hierba y él no lograba arrancarse del estómago las raíces. La amaba demasiado
para soportar que se fuera. Demasiado para soportar que se quedara.
El diecisiete de abril de mil
novecientos cuarenta y tres se celebró el santo sacramento del matrimonio entre
dos queridos cristianos, vecinos de este pueblo. La Juana, que tanto los
quería, lloró mucho. Lloró el llanto de cada uno de los presentes. Lloró los
recuerdos y lloró las certezas. En un retrato amarillento y cuarteado, una
novia lleva un vestido de tres piezas, con una bonita herradura de terciopelo
negro en el lado izquierdo. Los labios remarcados y cuatro ondas impecables a
ambos lados de su cara de luna redonda. Cogidos de cada mano sendos niños y
tras ellos, un hombre alargado y serio que guiña los ojos ante el fogonazo. La
fotografía, desgastada de tanto ser mirada,
estaba en la cartera del enfermo José Poveda, entre las pocas
pertenencias que tenía en el hospital donde murió tras la primera sesión de
cobaltoterapia, pocos años después de la accidentada muerte de su esposa.
El polvo y el olvido
ya se habían tragado casi por completo al pueblo viejo. En una de las paredes
que aún exhibían su desnuda verticalidad entre colañas derrotadas, colgaba un
espejo aferrado a una alcayata por un desgastado cordón amarillo, tras él
asomaba una vieja etiqueta de leche condensada manchada de besos de carmín.
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