Cuando
el Flautista encontró a Mambrú, Hamelin quedaba ya lejos. El uno reparó en la
flauta rabiosamente roída del otro y este no pudo por menos que fijarse en los
maltrechos vendajes, aún húmedos de grana y oro, del joven soldado. Caminaron
en silencio, les sobraban el tiempo y la decepción. La noche quiso ser
meticulosa; el primer beso les dolió tan intensamente que recuperaron la vida. Como diminutos rubíes, cientos de pares de
ojos acechaban entre los helechos.
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