Para cuando la niña Águeda
tocaba la aldaba de nuestra puerta el cielo ya era una lápida de mármol blanco.
La abuela nos sentaba a todos alrededor de la mesa camilla para que los pies
tocaran madera, desenchufaba el conmutador de corriente, cerraba ventanas y
contraventanas, esparcía sal y nos daba el pie para el Santa Bárbara bendita.
Pero Águeda, la niña, salía al patio como se sale a un deber antiguo y agachada
junto al sumidor retiraba la reja y
apartaba con mimo las piedras más grandes para que no se obstruyera. Eso fue
antes de la granizada del setenta y tres. La niña Águeda llevaba un vestido de
lino blanco de tirantes ribeteado con doble vainica y nunca volvió del patio.
La niña Águeda bendita.
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