miércoles, 13 de enero de 2016

El ancla


Como todos los jueves, pasaría su hija a recogerla para  llevarla al eminente doctor Osvaldo Ruiz que con tanta inteligencia le estaba tratando  la úlcera de la pierna. Cuando en el coche y durante el protocolo de preguntas rutinarias tocaba saber si el sábado vendrían los nietos a comer, ya estaban dando la segunda vuelta de campana. Y quizás fue  por la bandada de estorninos que cruzaba el cielo, quizás no, lo cierto es que Dolores recordó que no había echado pienso a las gallinas. Hay deberes que nos anclan a la vida. Cuando, al cabo de cincuenta y cuatro días en coma, abrió los ojos, desconcertada,  sólo pudo balbucear “las lluecas, las lluecas”.


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