Como todos los jueves, pasaría
su hija a recogerla para llevarla al
eminente doctor Osvaldo Ruiz que con tanta inteligencia le estaba tratando la úlcera de la pierna. Cuando en el coche y durante el protocolo
de preguntas rutinarias tocaba saber si el sábado vendrían los nietos a comer, ya estaban dando la segunda vuelta de campana. Y quizás fue por la bandada de estorninos que cruzaba el
cielo, quizás no, lo cierto es que Dolores recordó que no había echado pienso a
las gallinas. Hay deberes que nos anclan a la vida. Cuando, al cabo de
cincuenta y cuatro días en coma, abrió los ojos, desconcertada, sólo pudo balbucear “las lluecas, las
lluecas”.
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